Maxi, Ángela y Maxi Jr Compañeros de la Caja, en Operativa de Crédito y Río San Pedro, y su hijo estudiante de 1º de E.S.O. |
Para comprender San Petersburgo conviene conocer Moscú, su historia, su arquitectura. Por eso, tras una exhaustiva visita a la capital, y con la imagen de las hazañas y de la estatua ecuestre del Mariscal Zhukov aún en nuestras mentes, emprendimos viaje a la ciudad de los Romanov, una ciudad fundada en el siglo XVIII.
Rondando la medianoche fuimos acomodados en los compartimentos de reminiscencia modernista de un largo convoy de coches cama, que partió con suave balanceo y puntualidad anglosajona.
En menos tiempo de lo que algunos habríamos deseado, fuimos transportados desde la ciudad del rio Moscova a la del Neva, disfrutando de un nostálgico viaje en el que atravesamos interminables bosques de coníferas, cuyas inquietantes siluetas se sucedían, al ritmo vivo de la marcha del tren, recortadas sobre el pálido cielo de la noche boreal.
Sin saber aún que estábamos siendo acompañados por una bandada de grajos, portadores del clima soleado a aquellas latitudes, llegamos a nuestro destino, tras desayuno en inestable traqueteo, al que no le faltó más que el deseado caviar.
Un inaugural paseo en barco nos introdujo pausadamente en la esencia de agua, granito y oro que emana de la ciudad.
Con el parsimonioso deslizar de la nave surcamos canales, nos sobrecogimos bajo los puentes sobre los que el bullicio de la ciudad transitaba, aprendimos que Stróganof fue conde antes que filete y comenzamos a entrever que nuestro futuro inmediato iba a estar ligado a lujosos palacios barrocos y refulgentes catedrales ortodoxas.
La categoría de la ciudad se comienza a observar en la gastronomía. Sin necesidad de acudir a ingredientes diferentes, la elaboración y presentación de los platos se revela sensiblemente superior a la de Moscú.
Una cena a bordo, al final de un soleado día, nos proporcionó, además de placeres culinarios, la suprema visión azul de la bóveda y minaretes de la mezquita más septentrional del planeta, superpuestos al cielo encendido del atardecer.
Casi al final de nuestra estancia pudimos constatar que los banquetes en Rusia se dividen en dos partes claramente diferenciadas: el antes y el después de los demoledores efectos del trago de fuego con que los rusos se despachan una copa de vodka en mitad del almuerzo.
La primera edificación que se construyó sobre una de las numerosas islas del delta del Neva, concretamente la llamada Isla de las Liebres, fue la fortaleza defensiva de San Pedro y San Pablo, levantándose en su interior la catedral del mismo nombre, que alberga las tumbas de todos los zares desde Pedro I y está coronada por una afilada aguja que en su punto más alto supera los 122 metros.
Pero hablar de San Petersburgo es hablar de los palacios y catedrales que la conforman, y no de uno, ni de dos, ni cinco, ni veinte, sino de cientos. Toda la ciudad es un enorme y hermoso palacio, salpicado de templos, de un estilo que va mutando paulatinamente a medida que la recorremos.
Fachadas de suaves colores, entre los que dominan los verdes, azules, rosas y cremas, adornadas por inmaculadas columnatas de todos los estilos clásicos, están coronadas por cornisas en las que descansan estatuas de los más diversos héroes y divinidades.
Son espectaculares las fachadas verdes del Palacio de Invierno, cuajadas de columnas y balcones blancos con capiteles y molduras doradas, y en lo alto, estatuas y jarrones sobre la balaustrada que ribetea la cornisa, presididos por cúpulas doradas, acompañadas de discretas chimeneas que no restan majestuosidad al conjunto.
El Palacio de Invierno preside el Neva desde su fachada principal que se prolonga, río arriba, con el Pequeño Ermitage, el Viejo Ermitage y el Teatro del Ermitage, asomándose la fachada opuesta a la grandiosa Plaza del Palacio, enorme explanada limitada por el contorno curvo del Estado Mayor dividido en dos mediante un arco de gigantesco tamaño, sobre el que se asienta un fabuloso grupo escultórico que representa un carro de la victoria tirado por seis vigorosos caballos. En el centro de la plaza se yergue la enorme columna de Alejandro Nevski, conmemorativa de su victoria sobre Napoleón, que está rematada por la figura bendecidora de un ángel y alcanza más de 47 metros de altura, sustentándose únicamente gracias a su extraordinario peso de 600 Tm. y el perfecto equilibro en su construcción.
San Isaac, catedral construida sobre pilotes de madera en terreno pantanoso es la imagen simétrica de la solidez. Su exterior de mármol gris está definido por cuatro portadas con columnatas de triple fondo orientadas a los puntos cardinales, compuestas de columnas de granito de 114 Tm. cada una, las cuales sostienen cuatro frontones triangulares, con relieves escultóricos en su interior, sobre los que se ubican las estatuas de los 12 apóstoles en cada uno de sus vértices.
En lo alto, cuatro pequeños campanarios circunscriben un soberbio cimborrio central, rodeado de columnas de granito algo más pequeñas, que soportan la gran cúpula dorada, para cuyo laminado se utilizaron más de 100 kg de oro.
La avenida Nevski es por si misma un monumento vial que, arrancando desde el Almirantazgo, atraviesa la ciudad con trazado rectilíneo en dirección a la capital, Moscú. En ella conviven, en perfecta armonía, las más diversas creencias religiosas así como el dispar estilo arquitectónico de sus templos.
Calle comercial y social por excelencia, se pueden admirar en ella maravillas como el palacio rosado de Stróganov, la catedral de Nuestra Señora de Kazán con su preciosa columnata curva de estilo corintio, diseñada para disimular la asimetría de la fachada colindante del templo y, entre otras muchas, el conjunto escultórico de los domadores de caballos ubicados sobre las cuatro pilastras de un puente.
San Salvador sobre la Sangre Derramada (del zar Alejandro II en 1881, tras el atentado que le costó la vida) es una catedral construida en ladrillo rojo que aglutina los estilos y la multiplicidad de detalles arquitectónicos de los templos antiguos de Rusia, conformando un templo en el que la diversidad de motivos no produce desequilibrio estético alguno, sino una insólita armonía.
Quien quiera y pueda trasnochar no debe perderse el espectáculo del izado de los puentes levadizos, que con ritmo cuasi-sinfónico van franqueando paulatina y sucesivamente el paso de los buques que zarpan desde el puerto remontando el río.
En los alrededores de San Petersburgo hay un lugar llamado Peterhof en el que existe un palacio que fue residencia veraniega de la corte imperial, digno de ser descrito en un cuento de hadas, parcialmente reconstruido tras su destrucción casi total por los alemanes, rodeado de palacetes, bosques, jardines y fuentes versallescos, donde el agua cobra protagonismo en perfecta simbiosis con doradas estatuas, que proyectan chorros multidireccionales del líquido sobre los pétreos estanques, el mayor de los cuales, que nace de una doble cascada escalonada, vierte sus aguas directamente al Golfo de Finlandia, desde el que antaño ascendían navegando los nobles invitados.
No repuestos aún del asombro producido por los exteriores de interminables columnatas superpuestas a preciosas fachadas coloreadas, coronadas por regias estatuas o torneados jarrones, de graníticos atlantes soportando cornisas engalanadas con doradas molduras y áureas cúpulas rematadas por estilizadas agujas, se nos abrieron las robustas puertas de los egregios palacios que traspasamos bajo sus arcos escarzanos, accediendo a los lujosos interiores, donde rojas alfombras nos invitaron a ascender marmóreas escaleras que desembocaban en regios pasillos, sobre los que se deslizaron nuestros pies plebeyos para atravesar magníficos salones de recargada ornamentación floral en la que el oro dominante se contraponía a los fondos verde esmeralda, azul turquesa o rojo Burdeos de las paredes, que soportaban techos pintados con frescos de estilo renacentista, desde los que, lanzando diamantinos destellos, pendían luminosas lámparas perpendiculares a los nobles suelos de incrustaciones de ébano, roble y tilo, sobre los que se sustentaban tresillos isabelinos de suntuosas curvas tapizados con delicadas sedas y mesas dispuestas para opulentos banquetes, pobladas de finísimas porcelanas que descansaban sobre ribeteados y bordados manteles.
Todo esto no parecería hoy más que un dorado sueño sino hubiese pruebas fotográficas irrefutables de nuestra estancia en la magnífica ciudad, una ciudad subyugante que lo atrapa a uno de tal manera, que cuando se la recorre, se pierde la noción de que en el mundo exista algún otro lugar.
Lo referido en estas páginas es una pequeña parte de lo que hemos visto, que a su vez es una ínfima parte de lo que allí existe, sin que podamos estimar cuánto tiempo sería necesario para contemplar todas las maravillas contenidas en la fabulosa ciudad.
No pretende esta crónica abordar hechos históricos ni políticos, por ello, quien quiera saber acerca del fundador de la ciudad, Pedro I, el Grande, que se casó con María, la lavandera, concubina de su amigo el príncipe Alejandro Menshikov, la que reinó bajo el nombre de Catalina I, o de Isabel, “la gastona”, o de Pedro III, de quien se dice fue asesinado por orden de su esposa, Catalina II la Grande, la de los innumerables amantes, que ante lo visto se podría deducir que no quisieron ser menos, sino tanto o más poderosos y ostentosos, junto con la aristocracia que los acompañaba, que el resto de las monarquías europeas; que consulte la numerosa bibliografía existente, o mejor aún, que emprenda un fantástico viaje hacia el corazón de la Rusia de los zares.
Finalmente y como epílogo de estas líneas queremos recordar a los estupendos compañeros de viaje que con su cordialidad, sentido del humor y algún bocadillo de jamón de estraperlo, lo hicieron más grato todavía.
Asimismo queremos dejar constancia y agradecer la dedicación de las coordinadoras, Carmen y Julia, cuya intervención fue decisiva a la hora se solventar sobre la marcha algunos incómodos imprevistos, debiendo también a esta última la autoría de la foto que nos identifica al comienzo de estas páginas.
Vaya asimismo nuestro agradecimiento hacia los guías Sergey, Natasha y Svletana que hicieron gala de una gran profesionalidad, y especialmente hacia la principal, Julia, quien fue un derroche de amabilidad.
Y ello sin olvidar a alguien que, de forma anónima y desde la distancia, supo mover algunos hilos de capital importancia.
Sant Petersburg, Junio de 2009